Después de la operación, nada se sentía bien. El café por las mañanas me resultaba desteñido. Minusválido e inútil. Volví al trabajo, pues no soportaba estar tanto tiempo en casa. Y los murmullos en el pasillo no se hicieron esperar. Por un momento quise, también, extirparme los oídos. Las charlas me eran rutinarias. Vanas y sin propósito. Podía oler, a kilómetros de distancia, el pesar. Me miraban con cierta compasión. Cierta tristeza (a menudo fingida) y cierto dolor. Alguna mujeres, quizá inconscientemente, se palpaban los senos al verme. Creo que temían no haber detectado algún síntoma. Y que, de pronto, la enfermedad las sorprendiera como a mí.
En ciertas ocasiones quise agarrar el primer vuelo. Un vuelo a algún lugar lejano. Tranquilo. Donde no me topara con la gente. Donde no pudiera escuchar sus murmullos. Donde no pudiera sentir sus abrazos hipócritas. Sin quererlo, me llené de un resentimiento hacia los demás. Los evitaba a toda costa. No respondía sus sonrisas. No contestaba los saludos y despreciaba sus apretones de mano. Los odiaba. Pero más que todo me odiaba a mí.
Me torturaba la imagen en el espejo. Hasta opté por no verme más. Compré camisas holgadas. Chaquetas grandes. Jeans desgastados y de segunda. Me dejé de maquillar. Con rabia guardé todo sostén. Todo tacón. Todo rastro de feminidad. Dejé de frecuentar a mis amigos. Dejé de visitar a mamá. Poco a poco construí, por mi cuenta, una muy alta barrera. Una fortaleza casi impenetrable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario