De repente, te desconocí. Tus facciones se tronaron duras. Toscas como una vieja ley. Tus manos se volvieron hacia mí. Llenas de ira. De un irremediable odio. Intenté tocarte pero esquivaste mis movimientos. Intenté abrazarte pero te apartabas con fuerza descomunal. Me agarraste de las muñecas en un lastimero e hiriente silencio. Me tiraste al suelo y me fulminaste con la mirada. Era claro: No querías verme allí. Agarré mis cosas y en un segundo crucé la calle. A cada paso una lágrima. A cada paso una nueva tortura. Lamentaba haberte dicho lo que dije. Lamentaba, de veras, haberte lastimado. Yo era una especie de monstruo. Uno demasiado cruel. Lo bastante como para haberte hecho enojar. Lo bastante como para quebrantar tu ánimo de acero y tu humor blindado. Lo bastante como para hacerte mal. Hacerte lagrimear. Llorar y luego, explotar.
Te desconocí. Pero más que nada, me desconocí. Fui yo quién hirió primero. Fui yo quien lanzó la piedra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario