Pasó un buen tiempo. La ira y el encierro hicieron estragos en mí. Tuve que visitar de nuevo al doctor. Entre sus recomendaciones, muy obvias de hecho, estaba "salir". Apartarme, decía él, no mejoraría nada. No sé cura alguien si se exilia y evita el contacto, aseguraba. Yo no me terminaba de tragar sus palabras, pero volver a salir no parecía tan mala idea. Después de todo ya empezaba a aburrirme.
Cuando por fin me decidí a salir, conocí a alguien. Alguien bueno. Agradable. Fui por algo de beber en la noche. Me senté y él se sentó junto a mí. Me miró con ternura. Una ternura inexplicable. ¿Cómo alguien puede mirar así a un desconocido? Me dijo su nombre y apretó mi mano. Le dije, soy Miranda y él sonrió. Pagó mi trago y pidió uno más. Hablamos largo rato y pidió verme de nuevo. No lo podía creer. Le dije que tal vez y fui a casa extrañada. Quizá feliz.
Volvimos a vernos. Comimos en un buen restaurante y claro, ésta vez la comida me supo bien. Llegué a tomarle confianza en tan poco tiempo, que decidí hablarle del cáncer. Se mostró compasivo y consternado pero por eso, no me trató diferente. Salimos cada vez más a menudo y luego sucedió. Me besó. Nos besamos. Sonrió y sentí ese gesto tan real. Tan sincero. Después de todo, el mundo no era tan frívolo como creí. Un día se acercó a mí. Me miro fijo y sus ojos se mostraban algo diferentes. Pensé que todo iba a terminar. Que me daría un abrazo y simplemente se iría. Total, no soy lo suficientemente mujer para él. No podría darle algo bueno en ningún sentido. Se siguió acercando y tomó mi mano. Me descubrió el pecho y me besó la cicatriz. No creí que alguien pudiese hacerlo. Me sentí avergonzada. Él sólo me acarició. Cuando abrí los ojos, allí estaba. La mañana empezaba a alzarse y yo, del otro lado de la cama, sonreí.
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