lunes, 23 de septiembre de 2013

Piano.




Cuando tenía trece aprendí a tocar piano. Mis manos se hundían mágicamente y el sonido, parecía detener el tiempo. Eso en verdad me gustaba. Sentir la eternidad en una partitura era algo de admirar. Dedicaba horas a ello e incluso, me desvelaba tocando. Un día en la escuela conocí un chico que también tocaba el piano. Hablamos durante un rato y luego nos vimos las manos. Sentados en una banquita, mirándonos las manos. Eran largas. Blancas. Delgadas. Casi idénticas. Al descubrirlo, las guardamos en seguida. Yo en los bolsillos y él, en su mochila. Descubrir que tus manos son idénticas a las de alguien, es raro. Nos despedimos con algo de timidez y no volvimos a vernos. A veces pienso que se cambió de escuela o que ese mismo día le sucedió algo extraño. Yo no volví a ser la misma después de eso. No sé. Cada que intento tocar el piano, me siento ajena. Siento que esas manos no son las mías. Que voy a tocar como él y no como yo. Y no es que él tocara mal, bueno, digo...pienso que no tocaba mal. Es sólo que siento que no voy a ser yo misma. Que las notas van a ir a otro ritmo. En otro tono. En un tempo distinto. Desde ese día no he vuelto a tocar el piano. Me gustaría encontrarme de nuevo al chico, a ver si vuelve la magia. Parece que la música huyó con él. Y el piano está envejeciendo sin sonar otra vez...

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