Por aquel entonces el mar nos decía mucho. Recuerdo sentarme en la orilla y contemplar su cabello castaño. Olerlo. Palparlo. Recuerdo sentir la brisa fuerte y despegar los cabellos que, rebeldes, se atascaban en su rostro. Platicábamos bastante. A veces filosofábamos sobre el propósito de una charla. Sobre el qué hacer de los artistas. Sobre la longevidad de los peces. Hablábamos durante horas hasta quedar sedientos. Luego, como un pacto establecido, guardábamos un solemne silencio y la tarde caía en frente. Ella se recostaba en mí y yo, entre tarado y galán, la abrazaba sin mucha fuerza. De repente se volteaba, me miraba y me besaba. Guiaba mis manos a sus pechos y para entonces ya era tarde: estaba enamorado.
El ritual siempre era el mismo. Observar, charlar, guardar solemne silencio, besar, tocar y... ya saben. Para mí eso bastaba. La misma rutina bastaba. Aunque predecible, bastaba. Luego ella se cansó. Nos sentamos en la playa y ni siquiera se molestó en charlar. Cuando traté de besarla dijo que yo nunca podría tener el control. Que sólo era un niño asustadizo e ingenuo. Que el mar ya no le decía nada. ¿Cómo no podía decirle nada? Supongo que algunos nos quedamos estancados. Nos quedamos sintiendo lo mismo. Nos quedamos sentados porque el mar aún nos dice algo. Supongo que a algunos nos gusta lo predecible. Lo rutinario. Lo de siempre. Supongo que algunos nos quedamos así, sin la chica. Con el mar. Con nada...
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