II
Me encerré en mi habitación. Allí podía, por lo menos, sentirme segura. Lejos de los comentarios. De las habladurías. De las miradas instigadoras. De las miradas despectivas. Me encerré en mi habitación y me limité al hogar. Al café otra vez desteñido. A las tostadas ennegrecidas. Al jugo aguado. Al yogurt a punto de caducar. Me limite a mi misma. A pensar siempre en las mismas cosas. A sentirme siempre igual. Dejé mi trabajo. Dejé de pintar. Se me fueron las ganas de vivir. De tener hijos. De ser mujer. De las tardes en el prado. De tejer. Se me fue todo tan rápido...¿Cómo puede irse todo tan rápido?
Pasaron los meses y ya no cocinaba. No comía. No salía. La alacena estaba llena de polvo. Sin nada. Completamente vacía. De vez en cuando me visitaba papá y traía comida. Frutas. Vegetales. Pastas. Hasta postres. Yo comía junto a él. Ya sin gusto. Para ser franca, con algo de asco. Él se manifestaba angustioso. Realmente preocupado. Hasta pensó en llevarme a vivir con él. Yo sólo atine a contestar "Sabes papá, así estoy bien. Es sólo una fase... Ya sabes, nunca es tan fácil". Tras un largo abrazo se fue. Me encomendó a Dios, él siempre tan religioso. Y yo me quedé, deseando con todas mis fuerzas, que esta fase no durara mucho.
...