lunes, 23 de diciembre de 2013

Mamá.



Supongo que a todos nos pasa, dijo mientras se bebía el vodka. Me refiero a no distinguirnos. No saber quiénes somos. Es difícil aceptar el paso del tiempo, reconocernos como alguien más. Ya ven, el tiempo vuela y ya soy mamá. Debo olvidarme de todos mis planes. De los viajes. De los proyectos en solitario; tengo compañía y más vale que la acepte. Nadie en la sala supo qué decir. Amy tenía fama de ocurrente pero jamás había dicho algo así. Su rostro estaba pálido y firme. Revelaba un ánimo frío, serio y algo cruel. Le serví más vodka mientras los demás, entre halagos y chistes, trataban de direccionar la charla. Pero ella no se rendiría tan fácil; sabía que en el fondo muchas allí pensaban igual. Saben, dijo con la mirada fija al suelo, he roto todos los espejos. Todos y cada uno. Fred piensa que sólo estoy alterada por el embarazo, pero no es así. Ya no sé quién soy. Es insoportable verme a mí misma. Tan diferente. Tan ajena. Ya no me pertenezco y... ¿qué viene después de esto, ah? ¿Desconocerse por completo? ¿Alejarse de todo lo que se quiso alguna vez? ¿Acaso dejaré de pintar? ¿Dejaré de sentir ganas de cantar en las noches? ¿Sólo pensaré en quehaceres y cuando mis hijos se me acerquen les contestaré a gritos? No, no, no. Yo no quiero eso para mí. Ni para ellos. ¿Y qué pasará con Fred? ¿Saldrá temprano de casa y deseará no llegar nunca? ¿Desaparecerán las cenas románticas, los chocolates sorpresa, las ganas? ¿Se tomará malhumorado el té y se despedirá con un cruel y rutinario beso en la frente? No, no. Me niego. ¡Y sé que a ustedes aún les queda algo de razón! Quién querría ser madre, ¿ah? ¿Acaso tú, Vicky? ¿Acaso tú? Rompió a llorar. La miré pasmada y de repente tuve ganas de vomitar. Quería desaparecer de allí. Era cierto, nadie querría ser madre si esto significase renunciar a su propia vida. Nadie. Sin embargo, ya había pasado mucho tiempo. Amy, aunque arrepentida, no abortaría; y yo, aunque lo intentase, no podría dar un paso atrás. Corrí al baño. Vomité hasta sentirme vacía y lloré en silencio. Me acerqué al lavabo, lavé mi rostro. Me sentí asqueada...aquel reflejo ya no era el mío.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Decepción.



Las cosas no salieron tan bien. Al menos no tan bien como imaginé. Siempre sucede. Mis expectativas superan la estratosfera y los hechos, lo que en verdad pasa, no es la gran cosa. Creo que padezco una enfermedad aún no reconocida. Decepción crónica, diría yo. Sí, eso me pasa. Y lo supe sin ser doctor. Lo supe de tanto sentirlo. Como aquella vez que imaginé la cena romántica, el beso agradable y la charla coherente y resultó siendo sólo una charla mediocre, sin romanticismo y toneladas de helado chorreando sobre mis manos. Sí, a veces no sé que me sucede. Tal vez espero demasiado de todas las personas, objetos y situaciones. Tal vez no doy lo suficiente de mi mismo para que mis expectativas se cumplan. O tal vez es sólo una conspiración. De las tres, prefiero la última. Todo es una conspiración. Seguramente Dios sabe que soy un genio y para explotar toda mi capacidad, debe ponerme al límite de la insatisfacción. Los que están satisfechos no producen nada bueno, dijo alguna vez la maestra. Prefiero tomar esta frase y olvidar que soy yo el problema. Es Dios. Dios y su manía de ponerle un destino a todos. Dios y su costumbre de hacer genios a los niños solitarios, los de sueños agigantados y pocas posibilidades.  Buda también tiene algo de culpa. Aquí nadie se salva. Todas las deidades son responsables. Responsables de que yo no obtenga el premio nobel. De que aún no pueda volar en parapente. De que aún no conozca Berlín, ni Tokio, ni Valladolid. Responsables de que aún no haya escrito mi novela. Ni haya tenido ese amor inolvidable. Ni haya experimentado con heroína. Que no haya participado en tríos, orgías; ni haya probado un buen cigarro. Responsables de la decepción: todas las deidades son responsables. ¿Pero para qué recordarles su crímen? Ellos nunca tendrán un juicio decente. No existe ley por encima de la ley. Y mientras yo escribo otro patético e insatisfactorio episodio, Dios sólo quiere seguir con el juego...

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Espirales.




De vez en cuando escuchaba la canción. Su mente la reproducía exacta y sin cambios. Los acordes resonaban y la voz era tan profunda como un estanque. Titubeó. ¿Sientes lo mismo?-pensó. Me muevo junto a ti, veo espirales. Un frío le invadió el cuerpo. Ver la ciudad desde allí era diferente. Todo parecía lejano y triste. Tal vez era el efecto de la canción. Tal vez era eso, sólo esa tonta canción. Sintió ganas de gritar y ahora que lo pensaba jamás había gritado realmente. Su carácter era más bien débil y cedía todo el tiempo. Era paciente, incluso cuando su hermana la sacaba de quicio. No gritaba, contaba hasta treinta si era preciso. Jamás perdía el control. Por un momento deseó no hacerlo más. Quería gritar. Fuerte. Tan fuerte que todos la escuchasen. Tan fuerte que la canción desapareciese.
Veo espirales, me muevo junto a ti otra vez. Los puentes siempre le habían parecido hermosos. Era increíble que alguien pudiese construirlos. Los autos vagaban por allí con sus luces y se percibía cierta vanidad en ellos. La gente paseaba con su paraguas, aunque dudaba que alguien realmente paseara en la lluvia. Ella si lo haría. Ella en verdad lo haría. Los deseos de gritar se fueron transformando en un lagrimeo tonto. Deseó poder decir algo coherente. Algo valioso. Decirse algo a si misma, cantarse una canción propia. Lloró un buen rato. La canción había desaparecido. El puente seguía hermoso aunque nublado por las lágrimas. Lo entendió todo. Era mejor volver a casa. Después de todo era ella quien debía disculparse.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Nada.



Por aquel entonces el mar nos decía mucho. Recuerdo sentarme en la orilla y contemplar su cabello castaño. Olerlo. Palparlo. Recuerdo sentir la brisa fuerte y despegar los cabellos que, rebeldes, se atascaban en su rostro. Platicábamos bastante. A veces filosofábamos sobre el propósito de una charla. Sobre el qué hacer de los artistas. Sobre la longevidad de los peces. Hablábamos durante horas hasta quedar sedientos. Luego, como un pacto establecido, guardábamos un solemne silencio y la tarde caía en frente. Ella se recostaba en mí y yo, entre tarado y galán, la abrazaba sin mucha fuerza. De repente se volteaba, me miraba y me besaba. Guiaba mis manos a sus pechos y para entonces ya era tarde: estaba enamorado.
El ritual siempre era el mismo. Observar, charlar, guardar solemne silencio, besar, tocar y... ya saben. Para mí eso bastaba. La misma rutina bastaba. Aunque predecible, bastaba. Luego ella se cansó. Nos sentamos en la playa y ni siquiera se molestó en charlar. Cuando traté de besarla dijo que yo nunca podría tener el control. Que sólo era un niño asustadizo e ingenuo. Que el mar ya no le decía nada. ¿Cómo no podía decirle nada? Supongo que algunos nos quedamos estancados. Nos quedamos sintiendo lo mismo. Nos quedamos sentados porque el mar aún nos dice algo. Supongo que a algunos nos gusta lo predecible. Lo rutinario. Lo de siempre. Supongo que algunos nos quedamos así, sin la chica. Con el mar. Con nada...

viernes, 8 de noviembre de 2013

Tarde.




Es más de lo que puedo soportar ahora y supongo que me lo he buscado. Creo que nunca podré estar satisfecha sin uno que otro lío y el veneno, siempre me hará falta. ¿Recuerdas el plan? Apresurado, tonto. Nos divertía pensar que tendríamos una noche juntos. Sabíamos los límites del juego. No éramos sólo dos en la ecuación. Caminamos largo rato y la lluvia resbalaba entre las expectativas. Llegamos al fin: tu casa. Las lamparillas sensibles al tacto. La alfombra hábilmente dispuesta. Los cuadros, todos en perfecta alineación. Y el silencio... el silencio. Empezamos por preparar algo de cenar. Omelette, café. ¿Quieres algo más? Sonreías incrédulo y yo sentía que todo era irreal. Habíamos pensado tanto en ello que hacerlo resultaba absurdo. Por momentos nos mirábamos sin saber qué decir. No era incómodo aquel silencio, estaba impregnado de sonrojo y culpa. Nos contemplamos durante un rato. Te tumbaste en el catre y dijiste -quiero escucharte hablar- ¿De qué quieres que hable? Empecé a reírme nerviosa. De lo que quieras, me encanta tu voz. ¿Mi voz? Hace poco la escuché al grabarme y no suena del todo bien. A mi me encanta, sigue hablando. Me miraste con una ternura inexplicable. Pasaste tu mano sobre mi mejilla y yo sólo atiné a bajar la cabeza. Cuando tuve suficiente coraje hablé: ¡Vaya adorable, señor hielo! Bien sabes lo que siento por ti, no seas cruel. Reí. Mis carcajadas empezaban a salirse de control, mesurarme ya no era una opción contigo. Acuéstate. ¿Puedo abrazarte? Sabes que sí. Era algo de otro mundo, y no me juzgues por sentirlo así. Sentir el calor de tus manos era algo que sobrepasaba el plan. Jamás habíamos traspasado esa línea. Durante los años que llevábamos en este trance ridículo, jamás habíamos derrumbado la barrera corporal. Quizá sabíamos bien que al hacerlo, no podríamos parar. O tal vez, la odiosa culpa, se inmiscuía entre nosotros. Nos miramos fijo con tan sólo esa luz tenue de la lámpara. Dime que esto es real. Que en verdad te tengo aquí. No sabes cuantas noches he pasado solo. Quizá unas cuantas. Te estiraste un poco para tocar la lámpara. Al instante se disolvió la luz tímida y nos invadió un negro espeso. No puedo soportarlo, dije. Tal vez no fue una buena idea. Sabes lo que puede suceder y no quiero lastimarlo. Lo sé, lo sé. Es sólo que... tal vez soy un egoísta. Eres la primera, lo sabes. La única cosa bella que me ha sucedido. ¿Puedo darte un beso? Las lágrimas rebotaron en la almohada. Lo siento, lo siento. Sabes que no puedo hacerlo. Te quiero, en verdad. No quiero repetir la misma historia. Yo puedo perder más que tú. No es cierto, podría perderlo a él. Yo podría no volver a sentir esto con nadie. Mi vida está vacía, te necesito.¡Por qué nunca estoy satisfecha! No entiendo qué me falta. Siempre es igual. Me pregunto para qué estamos aquí... ¿A qué te refieres? Por qué tiene que existir siempre un obstáculo, no sé. El obstáculo tiene nombre. Sí, el tuyo. No, es decir, no...Te entiendo. Sólo háblame, me encanta tu voz. Besaste mi mano. Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y distinguía los tuyos examinándome. No llores más...No puedo creerlo, dime ¿En verdad siento tanto por ti? Eso no puedo decirlo yo. No cambiaría esta noche por nada. Creo que ya es de madrugada, reí. Deslizaste tus pies sobre los míos, estaban tibios. Con la manta, torpemente, intentaste limpiar mis lágrimas. No pude creer lo que sentías por mí. Hubiese dado todo por poder corresponderte en la misma medida. Hubiese dado todo por no conocerte...tarde.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Blanco.



Al salir de la escuela, lo veo. Está sentado en una banca bebiendo jugo y mira a todos lados. Intuyo que es él por su manera particular de mover los pies bajo la mesa y, también, porque es el único allí. Me acerco y trato de saludarlo efusiva. Por un momento nuestras miradas chocan incómodamente. Quiero decirle que está más alto, o más rubio, o definitivamente, más guapo; pero lo cierto es que no distingo ningún cambio. Y no porque no sea buena observadora. De hecho, a menudo con mamá, jugamos a encontrar diferencias en las revistas o en el periódico. Y más de una vez he ganado. Es sólo que antes, el antes que recuerdo de él, es blanco. Sí, blanco. Un blanco espeso. Trato de rebobinar y ver su cara en algún recuerdo. Tal vez en viajes, reuniones, funerales, cumpleaños, domingos en la iglesia, no lo sé. Trato de hallar un rostro que le corresponda al que supongo es mi padre, pero no encuentro nada. La razón: divorcio. Viví con él hasta los seis y luego... nada. El tío Al, la tía Mel, la abuela. Él en ninguna parte. En ninguna foto. Mamá conmigo. Mamá consiguiendo un nuevo departamento. La mudanza. Mi primer baile. El club de teatro. El nuevo auto del tío Al. Lo que recuerdo es un blanco torpe y unas cuantas discusiones entre él y mamá. Lo que recuerdo es el ir y venir de sus zapatos bajo la mesa. El reloj de mano. ¿Y su rostro? Ahora lo veo a los ojos por equivocación. Me parece dulce. Tiene esa mancha en el ojo izquierdo, al igual que yo. O debo decir...¿Tengo una mancha en el ojo izquierdo al igual que él? Me invita a un jugo, digo que sí. Pregunta por la escuela y le respondo igual. No sé en qué planeta estoy, me disculpo. Él ríe. Su sonrisa es bastante linda, debo admitir. Pregunta por mamá y le digo que ahora trabaja en una nueva sucursal. Está más alta. Más delgada. Y por supuesto, más bella. Sólo por si te interesa volver con ella, digo. Ríe de nuevo. Bebo el jugo y me lleva a casa. Dice que mañana vendrá por mí de nuevo. Sólo si estoy de acuerdo. Afirmativo, señor. Me abraza y llora un poco. Recuerdo cuando eras una bebita, dice. ¡Eras hermosa! Ahora las lágrimas resbalan por mis mejillas. ¡Vaya, lo siento! Debes irte. Saluda a mamá por mí, dice mientras se limpia. Y no llores, bonita...
Es fácil para ti, al menos tú lo recuerdas...

domingo, 3 de noviembre de 2013

Medusas.



Nunca tuve una buena amistad. Me refiero al tipo de amistad que hubiese deseado tener. Una estrecha y abierta amistad. Con libros, café y jazz de por medio. Con charlas filosóficas y al menos un viernes de drogas. Nunca tuve un amigo, al menos uno, que captara mi visión de vida. Perdía el tiempo intentando explicar algo que, por naturaleza, no podían digerir. Entonces guardé todos mis intentos. Los doblé con cuidado y los metí en mi bolsillo. Cedí ante las noches de alcohol y chistes sin sentido. Ante fines de semana de almuerzo y noticiarios. Fiestas con música molesta y luces atrofiadas. Cedí en todo aspecto. Hasta participé en bingos y aeróbicos de centro comercial. Cedí pues no había forma de obtener una respuesta medianamente coherente. O no al menos una satisfactoria. Traté de ser "normal" y aquí me tienen. En casa de mis padres. Escribiendo tonterías en un blog. Soñando con ese porro que me llevará a ver medusas. Deseando acabar con este insomnio...

Verbo.




Soñaba con bucear. Con salir de pesca. Con visitar Moscú. Soñaba con despertar un día y tenerlo todo. Saberlo todo. Poder hacer lo que quisiera. Despertar y de repente tener un piano. Uno de cola y blanco. Saber tocarlo con maestría. Conocer a la perfección sus notas. Soñaba con despertar y encontrarme dibujando con gran habilidad. Enfrentarme al papel y no hacer garabatos. Darle forma, sombra y matiz a mis mamarrachos. Soñaba con encontrar también que el teatro me era nato. Que podía interpretar cualquier rol. Que podía sacar mis lágrimas sin el menor esfuerzo. Una gran risotada y una mirada perspicaz. Soñaba con hacerlo todo. Serlo todo. Saber más. Intuir menos. Soñaba con tirarme en la hierba. Con escribir un gran cuento. Soñaba con un verbo. Ése que no encontraba espacio en mis tardes aburridas. Ése que parecía huirle a mi horizontal existencia...

domingo, 13 de octubre de 2013

Eternidad.




Recuerdo los domingos en la tienda del abuelo. Los largos y eternos domingos que, entre damas chinas y té, pasábamos juntos. La lluvia se estrellaba contra los cristales y el tic tac de los relojes marcaba cada turno. Movíamos las piezas. Nos mirábamos fijo y soltábamos carcajadas. De vez en cuando entraba un cliente. Con un reloj de bolsillo o un aparatoso reloj de pared. Mi abuelo se ponía sus anteojos y lo examinaba con cuidado. Se quedaba un rato pensando y daba una posible fecha para la entrega. Luego, agarraba el reloj y lo ponía en la gran mesa. Hacía un recibo, daba la mano y volvía a su lugar. Terminábamos la partida y el té. Caminábamos hacia el taller y él se ponía a trabajar. Yo, curioso, alcanzaba un taburete y me asomaba ante la mesa. El abuelo haciendo gestos quitaba una a una las piezas del reloj. ¿Todo aquello tiene un reloj? le preguntaba asombrado. Te sorprenderías de ver todo lo que hay dentro tuyo. Reía. Muy fuerte, por cierto.
Había que ser muy cuidadoso al arreglar uno. Habían partes diminutas que se perdían con facilidad. El abuelo las ponía en una caja diferente. Según el tamaño, la función y qué tan adentro del mecanismo debían estar. A menudo pasaban horas sin que hallara el problema. Muchas veces el mecanismo parecía "sano" y el error pasaba desapercibido. Bastaba con un silencio largo y ponerse las manos (casi siempre) sobre la cabeza, para encontrar la falla. Entonces sus ojos brillaban y el cristal de los anteojos se hacía más transparente. Buscaba en su overol la herramienta indicada y de nuevo comenzaba el proceso. Armar. Desarmar. Ajustar. Limpiar. Cuando ya estaba listo, se llevaba a otra gran mesa. Allí estaban todos los pedidos ya realizados. Los "no averiados" como decía él. Entonces, era hora de cerrar. Poníamos todo en su sitio. Cerrábamos todas las cajas. Repasábamos los detalles, agarrábamos los abrigos y cerrábamos el lugar. De camino a casa, yo caminaba despacio. Incluso cuando llovía. Pensaba que así, tal vez, el tiempo se haría más largo. Y el abuelo, quizá, se quedaría por siempre conmigo. Total, la eternidad no se hace amiga de nadie. Ni siquiera de un buen relojero...

lunes, 30 de septiembre de 2013

Invierno.




Te extraño. El verano pasado no hubo siquiera un día en que no estuviésemos juntos. Ahora no estás. Ya es invierno y no hay rastros de ti. Sólo cae la nieve y mi habitación se va enfriando. La última vez que te vi fue en el funeral. Algo triste, por cierto. Lamento mucho no haberte abrazado. No sabes cuánto quise hacerlo. Es sólo que me invadía el pensamiento de que no fuese apropiado. Ya sabes, no sabría qué decir. En mi familia nunca nadie ha muerto y es algo incómodo. No sé qué pasó contigo después de eso. Intenté llamarte varias veces pero el teléfono parecía muerto. Comprendo que no quieras hablar con nadie, después de algo así no se está de muy buen humor. También comprendo que hayas faltado a la escuela unas cuantas semanas. Lo que no comprendo es por qué no volví a verte. Vivías a dos calles y siempre te veía venir. Podía verte doblando la calle o paseando a tu perro. Cuando subías al autobús o cuando pintabas en el jardín. No volví a verte. Ni en la escuela. Ni en el vecindario. Ni en ningún lugar. Me temo que te desvaneciste. No he ido a ver tu casa. La verdad es que me da algo de miedo. No sabría que hacer si descubro que nuevas personas viven allí. Que otra chica ocupa tu cuarto y que los girasoles que plantamos están ya marchitos. Te extraño y parece que no te importa. Pudiste haber enviado una postal. Algo. No sé si lo recuerdas pero yo solía ser tu amigo. Hubiese sido bueno saber que te ibas. Estaría preparado para eso. Pero no dijiste nada. Te fuiste y no sé a donde. Me dejaste con esas ganas de abrazarte. De decirte que todo estaría bien. Que yo cuidaría de ti como hacía tu padre... Total. Escribo esto sabiendo que no llegará a ti. No tengo tu nueva dirección. No sé si sigues en el país. Todo es una gran pregunta. La nieve cae... Sólo espero que estés bien.

martes, 24 de septiembre de 2013

Casualidad.






Lo encontré junto a la carretera en una cajita. Abandonado. Lo vi con una expresión de ternura. Su ocico rozaba el cartón y su naricilla olfateaba insistentemente. Me agaché y alargué mi mano. Enseguida la lamió y su carita me acariciaba con empatía. No me dejaría convencer tan fácil. Seguí caminando y a unos pocos metros, empezó la llovizna. Me detuve. Pensé en aquel perrito y el frío que tendría que soportar. Me lo imaginé mojado. Con su carita empapada. Bien es cierto que un perrito tiene un pelaje y su temperatura es más alta, pero a tan corta edad me parecía algo cruel. Así que regresé. Me quite el abrigo y lo envolví en él. Lo llevé a casa con la seguridad de que mamá se pondría histérica. Yo sólo le diría -Por una noche, nada más- y trataría de evitar cualquier conversación. Las gotas empezaban a caer más grandes y de manera más rápida. Tuve que resguardarme en un café de esquina hasta que se detuvieran. Me senté. Estaba totalmente mojada. Desenvolví el abrigo y allí estaba esa criatura. Me miraba de una manera especial. Nunca pensé que un perro pudiese mirar así. Sentí una ternura inexplicable y por poco lo aplasto de abrazarlo tan fuerte. Paró de llover. Cuando iba a salir del café, un sujeto me detuvo. Dijo -¿Y cómo le vas a poner?- yo traté de decirle que no iba quedármelo, pero en cambio balbucié -Jack, se llamará Jack- y el sujeto sonrió alejándose. Salí. Me preguntaba a mí misma, ¿Jack, de dónde Jack? No estarás pensando en conservarlo, ¿o si? Llegué a casa. Mamá preguntó por la escuela y el niño nuevo. Le respondí con voz temblorosa. Sirvió la cena y al parecer no notó nada. Temí que se diera cuenta por sí misma y lanzara un grito insoportable, entonces le conté. -Mamá, sólo será por hoy. Lo juro- Me miró con un gesto que para nada correspondía con la situación y sonrió. -Está bien si te lo quieres quedar, Sara. Es hermoso- Yo decía ¡QUEEEE! mentalmente. Lo dejé en el cobertizo tal como indicó mamá y le acerqué una taza con agua. Mientras cenaba me debatía entre conservarlo o no. Nunca tuve una mascota. Y a decir verdad, me simpatizaban un poco más los gatos. -¿Crees en las casualidades, Sara? Pienso que ésta es una- -Pero...mamá, no lo sé. Nunca he tenido una mascota. Qué tal si no soy buena en eso...- -Debes descubrirlo, cariño.
En fin, Jack se quedó con nosotros y desde entonces fue Jack. Cada que llegaba de la escuela, salía a correr tras de mí. Yo lo aseaba. Lo bañaba. Le acercaba la comida. El agua. Era casi como ser mamá. A veces ibamos al bosque juntos y nos sentábamos junto al lago. Era hermoso. Luego cayó enfermo y casi no se movía. Yo lloraba todas las noches y pensaba que iba a morir. Lo llevé al veterinario y poco a poco fue mejorando. Ya podía correr. Jugar. De hecho, se sentía muy bien. Luego yo caí enferma y él siempre estuvo ahí. Mamá también estuvo conmigo. Hasta faltó al trabajo durante semanas para quedarse en casa y darme las medicinas. Mejoré. Y cuando pude salir de nuevo, fue Jack quién me recibió. Y volvimos al lago y él atrapó el frisbee. En verdad lo extrañaba. Y ahora te pregunto, ¿crees en la casualidad?

lunes, 23 de septiembre de 2013

Piano.




Cuando tenía trece aprendí a tocar piano. Mis manos se hundían mágicamente y el sonido, parecía detener el tiempo. Eso en verdad me gustaba. Sentir la eternidad en una partitura era algo de admirar. Dedicaba horas a ello e incluso, me desvelaba tocando. Un día en la escuela conocí un chico que también tocaba el piano. Hablamos durante un rato y luego nos vimos las manos. Sentados en una banquita, mirándonos las manos. Eran largas. Blancas. Delgadas. Casi idénticas. Al descubrirlo, las guardamos en seguida. Yo en los bolsillos y él, en su mochila. Descubrir que tus manos son idénticas a las de alguien, es raro. Nos despedimos con algo de timidez y no volvimos a vernos. A veces pienso que se cambió de escuela o que ese mismo día le sucedió algo extraño. Yo no volví a ser la misma después de eso. No sé. Cada que intento tocar el piano, me siento ajena. Siento que esas manos no son las mías. Que voy a tocar como él y no como yo. Y no es que él tocara mal, bueno, digo...pienso que no tocaba mal. Es sólo que siento que no voy a ser yo misma. Que las notas van a ir a otro ritmo. En otro tono. En un tempo distinto. Desde ese día no he vuelto a tocar el piano. Me gustaría encontrarme de nuevo al chico, a ver si vuelve la magia. Parece que la música huyó con él. Y el piano está envejeciendo sin sonar otra vez...

Beso.







III

Pasó un buen tiempo. La ira y el encierro hicieron estragos en mí. Tuve que visitar de nuevo al doctor. Entre sus recomendaciones, muy obvias de hecho, estaba "salir". Apartarme, decía él, no mejoraría nada. No sé cura alguien si se exilia y evita el contacto, aseguraba. Yo no me terminaba de tragar sus palabras, pero volver a salir no parecía tan mala idea. Después de todo ya empezaba a aburrirme. 
Cuando por fin me decidí a salir, conocí a alguien. Alguien bueno. Agradable. Fui por algo de beber en la noche. Me senté y él se sentó junto a mí. Me miró con ternura. Una ternura inexplicable. ¿Cómo alguien puede mirar así a un desconocido? Me dijo su nombre y apretó mi mano. Le dije, soy Miranda y él sonrió. Pagó mi trago y pidió uno más. Hablamos largo rato y pidió verme de nuevo. No lo podía creer. Le dije que tal vez y fui a casa extrañada. Quizá feliz.
Volvimos a vernos. Comimos en un buen restaurante y claro, ésta vez la comida me supo bien. Llegué a tomarle confianza en tan poco tiempo, que decidí hablarle del cáncer. Se mostró compasivo y consternado pero por eso, no me trató diferente. Salimos cada vez más a menudo y luego sucedió. Me besó. Nos besamos. Sonrió y sentí ese gesto tan real. Tan sincero. Después de todo, el mundo no era tan frívolo como creí. Un día se acercó a mí. Me miro fijo y sus ojos se mostraban algo diferentes. Pensé que todo iba a terminar. Que me daría un abrazo y simplemente se iría. Total, no soy lo suficientemente mujer para él. No podría darle algo bueno en ningún sentido. Se siguió acercando y tomó mi mano. Me descubrió el pecho y me besó la cicatriz. No creí que alguien pudiese hacerlo. Me sentí avergonzada. Él sólo me acarició. Cuando abrí los ojos, allí estaba. La mañana empezaba a alzarse y yo, del otro lado de la cama, sonreí.

jueves, 29 de agosto de 2013

Encierro.




II

Me encerré en mi habitación. Allí podía, por lo menos, sentirme segura. Lejos de los comentarios. De las habladurías. De las miradas instigadoras. De las miradas despectivas. Me encerré en mi habitación y me limité al hogar. Al café otra vez desteñido. A las tostadas ennegrecidas. Al jugo aguado. Al yogurt a punto de caducar. Me limite a mi misma. A pensar siempre en las mismas cosas. A sentirme siempre igual. Dejé mi trabajo. Dejé de pintar. Se me fueron las ganas de vivir. De tener hijos. De ser mujer. De las tardes en el prado. De tejer. Se me fue todo tan rápido...¿Cómo puede irse todo tan rápido?

Pasaron los meses y ya no cocinaba. No comía. No salía. La alacena estaba llena de polvo. Sin nada. Completamente vacía. De vez en cuando me visitaba papá y traía comida. Frutas. Vegetales. Pastas. Hasta postres. Yo comía junto a él. Ya sin gusto. Para ser franca, con algo de asco. Él se manifestaba angustioso. Realmente preocupado. Hasta pensó en llevarme a vivir con él. Yo sólo atine a contestar "Sabes papá, así estoy bien. Es sólo una fase... Ya sabes, nunca es tan fácil". Tras un largo abrazo se fue. Me encomendó a Dios, él siempre tan religioso. Y yo me quedé, deseando con todas mis fuerzas, que esta fase no durara mucho.

...

miércoles, 28 de agosto de 2013

Cicatriz.


I


Después de la operación, nada se sentía bien. El café por las mañanas me resultaba desteñido. Minusválido e inútil. Volví al trabajo, pues no soportaba estar tanto tiempo en casa. Y los murmullos en el pasillo no se hicieron esperar. Por un momento quise, también, extirparme los oídos. Las charlas me eran rutinarias. Vanas y sin propósito. Podía oler, a kilómetros de distancia, el pesar. Me miraban con cierta compasión. Cierta tristeza (a menudo fingida) y cierto dolor. Alguna mujeres, quizá inconscientemente, se palpaban los senos al verme. Creo que temían no haber detectado algún síntoma. Y que, de pronto, la enfermedad las sorprendiera como a mí.
En ciertas ocasiones quise agarrar el primer vuelo. Un vuelo a algún lugar lejano. Tranquilo. Donde no me topara con la gente. Donde no pudiera escuchar sus murmullos. Donde no pudiera sentir sus abrazos hipócritas. Sin quererlo, me llené de un resentimiento hacia los demás. Los evitaba a toda costa. No respondía sus sonrisas. No contestaba los saludos y despreciaba sus apretones de mano. Los odiaba. Pero más que todo me odiaba a mí.
Me torturaba la imagen en el espejo. Hasta opté por no verme más. Compré camisas holgadas. Chaquetas grandes. Jeans desgastados y de segunda. Me dejé de maquillar. Con rabia guardé todo sostén. Todo tacón. Todo rastro de feminidad. Dejé de frecuentar a mis amigos. Dejé de visitar a mamá. Poco a poco construí, por mi cuenta, una muy alta barrera. Una fortaleza casi impenetrable.

...

sábado, 24 de agosto de 2013

Funeral.



Y de nuevo yo aquí. Pensando en nosotros. En lo tontos que fuimos al dejarlo evaporar. En la mano dura que faltó. En lo que quedó por perdonar. Cada uno de mis libros tienen rastro de ti. Cada flor. Cada cuadro en mi estar. Cada prenda que uso. La alfombra que compré. Sabes cuánto extraño hacerte el amor. Y lo mucho que deseo tu piel. Sabes que echo de menos los cafés. La montaña rusa. Los museos. Ya no salgo. Ya no vago por ahí. Ese "ahí" tiene una connotación distinta. Sin ti ése "ahí" es opaco. Sin vida. Sin propósito. Sentí que contigo tenía uno. Que la vida no era un sólo despilfarrar frases. Que la vida era más que viajes de trabajo. Más que reuniones y lo cotidiano del saludar. Sentí que contigo habría diferencia. Que compensarías mis chistes cojos. Mis frases egocéntricas. Sentí que tú, vida mía, transformarías la oquedad de mi ser. Sentí tantas cosas y al final sólo estoy yo. Sin ti. Sin las sábanas limpias. Sin las ganas de vivir...

miércoles, 21 de agosto de 2013

Lágrimas.













De repente, te desconocí. Tus facciones se tronaron duras. Toscas como una vieja ley. Tus manos se volvieron hacia mí. Llenas de ira. De un irremediable odio. Intenté tocarte pero esquivaste mis movimientos. Intenté abrazarte pero te apartabas con fuerza descomunal. Me agarraste de las muñecas en un lastimero e hiriente silencio. Me tiraste al suelo y me fulminaste con la mirada. Era claro: No querías verme allí. Agarré mis cosas y en un segundo crucé la calle. A cada paso una lágrima. A cada paso una nueva tortura. Lamentaba haberte dicho lo que dije. Lamentaba, de veras, haberte lastimado. Yo era una especie de monstruo. Uno demasiado cruel. Lo bastante como para haberte hecho enojar. Lo bastante como para quebrantar tu ánimo de acero y tu humor blindado. Lo bastante como para hacerte mal. Hacerte lagrimear. Llorar y luego, explotar.
Te desconocí. Pero más que nada, me desconocí. Fui yo quién hirió primero. Fui yo quien lanzó la piedra.

sábado, 3 de agosto de 2013

Deseo.



Tragué saliva. En seguida  noté cuánto te extrañaba. Podría recorrer más kilómetros si quisiera pero no tendría ningún sentido. Apartarme de ti era sólo una excusa tonta. Una idiotez. A cada paso una nueva alucinación. Una punzada más en el pecho. Un ataque de ansiedad. Quisiera llamarte. Verte. Tenerte en mis brazos. Siento lo cálido de tu cuerpo. El vaivén de tu cintura. El gemir de tu ansiedad. Siento lo que es no tenerte y quema. Eres un témpano de hielo. Eres mi crucifixión. No tenerte es una condena. Un tintinar del tiempo. Un recordar que estoy vivo. No tenerte escoce. Arde. En lo más profundo. Quisiera agarrarte ahora mismo. No soltarte. Si es preciso atarte. Comerte entera. Llenarte de sudor, lágrimas y esas miles de historias que recolecté para ti. Tu boca se abrirá poco a poco. Ante mí. La baba inundará la habitación. La sangre no podrá detenernos. Serás inaccesible. Dura como roca. Yo te penetraré hasta que aceptes. Hasta que te retuerzas. Te deseo. Te deseo tanto. Y la distancia me hace dibujarte más. Buscar la medida exacta de tu figura. Afinar mis trazos. Quisiera arrebatarte. Destrozarte. Llevarte a un rincón. Introducirme en cada poro. En cada gesto. En cada próximo día. Quisiera llevarte conmigo. Alistarte junto a mis maletas. Más la distancia es prudente. El deseo inamovible. Cuando regrese no te asustes...sólo vuelve. Vuelve a mí.

viernes, 2 de agosto de 2013

Agosto.


Es agosto y falta poco para mi cumpleaños. Supongo que debo hacer cosas divertidas. Que debo alegrarme. Armar una gran fiesta. Supongo que es preciso volverme ave. Volverme pez. Volverme todo. Supongo que es tiempo de acostarme en la hierba. De reír a carcajadas. De sentirme libre. Supongo que debo aprovechar los vientos. Las mareas altas. Las tormentas nocturnas. Supongo que haré travesuras. Saltaré alto. Soñaré en grande.
Es agosto y no hay melancolía. No hay insomnio. No hay angustia. Sólo un cosquilleo. Sólo una sonrisa.

domingo, 21 de julio de 2013

Gotas.














¿Se te ha inundado el alma? ¿Alguna vez? ¿En alguna ocasión? Pues bien, es algo que me pasa a menudo. Todo empieza con un simple dolor abdominal. Luego viene la jaqueca y la vista borrosa. De pronto los huesos me truenan y relinchan como un caballo viejo. Y las gotas... las gotas empiezan a hacer estragos. A inundar mi alma. A mojarme por dentro. Me voy sintiendo húmedo. Como un navío. Como una ventana. Como un chico triste.



jueves, 18 de julio de 2013

Fugaz.





















Bastaron tres segundos. Ni uno más ni uno menos. Salí de su apartamento. Enfurecida. Llena de una ira inexplicable y hasta ridícula. Llena de algo que comúnmente llaman "decepción". Llena y vacía al mismo tiempo. ¡Vaya dilema! ¿Qué hacer con todo esto? ¿Con el nudo en la garganta? ¿Con los textos en el móvil? Por ahora, huir. Luego sentirme mal y quizá volver. No, eso no. Volver no. Sería estúpido volver. Sé lo que debo saber por ahora. Sé lo que no debo hacer.
Tomo un taxi y voy a casa. Me limpio las lágrimas por si al taxista se le ocurre preguntar algo. Subo las escalerillas y trato de ocultar mi rostro. Nadie tiene por qué saberlo. Nadie tiene por qué notarlo. La decepción es para uno. La decepción debe ser transparente. Cierro de un portazo y voy directo a la habitación. Me escurro en la cama. Lloro. Las lágrimas caen violentamente. Me entran ganas de vomitar. Me entran ganas de romper cuadros. Los rompo. Me siento mal. Los sigo rompiendo. Me siento peor.
Y de repente lo veo. Lo fugaz que puede ser todo. Lo indurable. Lo perecedero. Los aplausos. El invierno. La cama. Los besos. Todo se va deshaciendo. Todo va alzando vuelo. 

miércoles, 17 de julio de 2013

Invisible.














Llego a casa. Unos tipos reparan las escaleras. Subo casi en un pie y me las arreglo para no ensuciarme de cemento. Abro la puerta con esfuerzo. Mi llave está algo torcida. Me quito el abrigo. Dejo los guantes en la mesita. Enciendo la radio. Hablan del concierto de esta noche. No puedo creer que la gente sea tan tarada. Prefieren apretujarse hasta el cansancio que quedarse en casa. Leer un buen libro. Dormir un poco. Llueve bastante. Es viernes y llueve bastante. Mamá llama de su oficina. Pregunta si he comido algo. Le contesto que no tengo ganas. Que tomaré una siesta. Me dice que me ama. Que llegara tarde esta vez. Respiro hondo y le digo que "esta vez" es siempre. Me dice ¡Bastante tengo ya con el trabajo! Luego cuelga bruscamente.
Me arropo y cierro los ojos. Me miento a mi misma. No tengo ganas de dormir. Pienso en la fórmula. En cómo hacer que funcione. En qué hacer mientras la estabilizo. En dónde utilizarla primero. Cuando sea invisible vigilaré a mamá. No sé por qué tarda tanto. No sé quién toma ahora el lugar de papá.

Nubes.
















Tu mano se fue enfriando junto a la mía. Luego nos vimos a los ojos y ya no había nada. Habíamos soñado tanto con este momento. Tanto que estábamos desgastados. Tanto que ya no era tan mágico. Siempre quisimos estar así. Juntos. En el barranco. Agarrados de la mano. Viendo el cielo. Sintiéndonos casi inmortales. Habíamos soñado tanto con este momento que echamos al olvido los otros. Los cafés. Las guerras de almohadas. Las mañanas soleadas. Las tardes de tráfico. Los nervios. Las noches de teatro. Los abrazos fugitivos. Las madrugadas escapando. Y ahora estábamos allí. En lo que siempre quisimos. Con las nubes que siempre anhelamos. En el lugar que siempre, siempre, soñamos. Y... ¿ahora qué? ¿Con que iríamos a soñar? Supongo que ese es el riesgo de cumplir los sueños. Después de ellos sólo hay un frío enorme y una inmensa, inmensa e inexplicable nada. 

sábado, 13 de julio de 2013

Sin remitente.















Forcejeé la puerta. Tras abrirla, un montón de cartas apiladas se asomaron ante mi. Di unos pasos tímidos como acercándome a ellas. Con cautela. Sin prisa alguna. Si algo he aprendido de las cartas, es que son más bien irascibles. Sobre todo con los extraños. Resienten su llegada. No les gustan las visitas. Me acerqué a ellas con todo y abrigo y noté el espacio en blanco del remitente. Quise leerlas. Tal vez la curiosidad. El misterio. Tal vez el simple hecho de ser cartas. Pero enseguida ellas, percibiendo mis deseos, se cambiaron a un rincón de la habitación. Celosas, corrieron con sus puntitas de papel a un lugar más alejado y oscuro. Los sobres parecían más rígidos e inamovibles. Las pilas más altas e inalcanzables. Y fruncían sus ceños de papel como diciendo "vete". Entonces, obedecí. Cerré la puerta que tanto trabajo me había costado abrir. Di muchos pasos atrás y volví como si nada. Otra vez retrocediendo ante las cosas interesantes. Otra vez huyendo de la aventura.

miércoles, 10 de julio de 2013

Césped.















Tuvimos días bastante buenos. A pesar de mi carácter y tus ausencias, los tuvimos. A pesar del mundo que parecía caérsenos encima, los rescatamos. Días para recordar. Para enmarcar. Para dejar intactos. Para sonreír más adelante. Días para volver. Para sentir que fuimos parte de algo. Que fuimos felices. Que nos sentimos plenos.
¿Recuerdas? ¿Escalando la montaña? Creíamos ser reyes. Ser dueños. Ser dioses. Creíamos todo. Hasta en el amor. Hasta en santa. Hasta en nosotros. Creíamos y nadie podía arruinarlo. Ni la lluvia. Ni el excesivo sol. Ni el trabajo. Ni la escuela. Ni nada. Ni todo. Ni algo.
Podíamos tumbarnos en el césped. Podíamos no hacer nada. Podíamos ser infinitos. Repetitivos. Podíamos ser rocas y grandes olas. Fuertes vientos y mareas altas. Podíamos ser todo sin necesitar de nada. Y poco a poco, nos fuimos necesitando. Hasta que no queríamos nada sin el otro. Hasta que se nos fueron los sueños de tanto insomnio. Hasta que se fueron los besos de tantos celos. Hasta que se fue todo de tanto nosotros.

martes, 9 de julio de 2013

No.













Transcurrieron varios años sin que entendieras el mensaje. Yo sólo quería jugar y ser tu amiga. Reír y volver a jugar. Nada más. No tenía ninguna otra pretensión. Ninguna otra etiqueta para esto. Amigos. Sólo eso diría el rótulo. No quería alejarme de ti, pues contigo estaba a gusto. No quería destruir los castillos de arena. Las carreras en el césped. No quería pisotearlo todo y entrar a casa con las manos vacías. Quería ser tu amiga. Nada más, nada menos.
Algo no funcionaba bien. Con el tiempo, tomaste atribuciones de más. Vinieron los celos y las confusiones. Y si, tardé en asimilarlo. Tardé en decir no. Bastaba uno. Tan sólo uno...Un simple, fuerte y seco "no".

¿Y al final? Tuve que pagar por mi tardanza. Te perdí con todo y rótulo. Con todo y no.


domingo, 7 de julio de 2013

Felinos.





















Esa mañana quería desaparecer. Desperté y lo juro, quería desaparecer. Cerré mis ojos con fuerza y deseé estar en otro sitio. Uno mejor. Uno no tan éste. Uno no tan feo. Una playa. Una isla. Sin mucha gente. No sé. Algo distinto. Algo cálido. Un lugar donde los extraños se sonrieran. Un lugar donde las bicis estén a salvo. Un lugar donde me sintiera, por primera vez, a gusto.
Como era de esperarse nada sucedió. Al abrir los ojos, me encontraba ahí. Ahí en mi cuarto. En mi desastre de cuarto. Con las cortinas horribles. Con la laptop dañada. Con todo lo que me era familiar y odioso. Con todo y cajas de mudanza.
Empecé a llorar. Un llanto tan profundo y silencioso. Un llanto nuevo. Un llanto extraño. Uno al que me acercaba por primera vez. Uno al que le tenía un peculiar aprecio. Lloré, creo, por unos cuantos minutos. Cuando me detuve, me sentí renovada. De alguna manera, renovada. Miré a la ventana y encontré un gato. O el gato me encontró a mí. En este punto ya no importa. En este punto ese gato, es mi mascota.


jueves, 4 de julio de 2013

Azabache.


He decidido dejar un espacio en blanco. Debo tomarme un tiempo para pensar bien las cosas. Sé que he actuado mal y me desconozco. Lo importante de los errores, y lo he aprendido, es recapacitar. Perdona, en verdad, perdona mis malos actos. No quise decirte adiós de esa manera tan cruel ni quise pisotear tu orgullo así sin más. No lo sé. Tal vez me cegué por el poder que me diste. El poder de decidir en tu vida. De escribir los siguientes capítulos en nuestra historia. Me entregaste el cetro y ya ves lo que hice. Lo siento. Nunca había dicho un lo siento así de fuerte. Nunca lo había lamentado en serio. 
Quisiera olvidarme por un instante de mis errores y ponerme una gran sonrisa. Regalártela. Envolverla para ti. Pero no puedo. Siento que te he fallado y más que nada me he fallado a mí misma. Encuentro por fin el amor, mi concepción de amor, la única y tan anhelada concepción de amor, y lo arruino todo. Me vuelvo irascible, iracunda. Me voy llenando de ira y de penas y el medidor de amor se ha ido bajando. Y no es que te quiera menos, no. Es que la ira lo ha ido taponando todo. Lo ha ido tapando, ocultando. Pero te quiero igual, me atrevería a decir que aún más. Tanto como para tener que dejarte. Tanto como para tener que repararme primero para luego ir contigo. Ir contigo a hacerte feliz. A llenarte de risas el rostro, no de penas. No de ceños fruncidos. No de lágrimas. Tanto como para escribirte esta carta. La única carta en toda mi vida, que llegara a su destinatario. La única.

Musgo.















Suelo pensar que no debí huir esa noche. Estaba tan atemorizado que no pude hacer más. Corrí y corrí hasta alcanzar el lago. Lancé unas cuantas piedras con fuerza, como si eso pudiese hacerme menos miserable. Rebobiné y vi lo estúpido de mi actos. Todos y cada uno de mis actos. Esa noche no había sido más que un completo idiota. Un imbécil.
Quise volver y decirte: perdona, soy un maricón. Quise volver y darte un abrazo y saborear las lágrimas secas en tus mejillas. Y besarte fuerte y apretarte contra mí y decirte que no te quería perder y que huí sólo por miedo a herirte más. Y luego no decir nada y perderme en tu cabello y pedirte perdón mil veces en silencio y otras mil más a viva voz. Quise hacerlo pero mis piernas no respondían. Temían al rechazo al igual que mis brazos. Cada uno de mis poros temía tu vil y posiblemente inevitable rechazo. Entonces, volví a casa. Me tumbé en el catre y no pude dormir. Daba vueltas y vueltas al asunto. Pude haber remediado todo pero no sé qué me detuvo.  Pude tantas cosas pero soy un cobarde. Me arrepiento, doscientas veces me arrepiento. La casa de musgo no será la misma sin ti. Y sin ti yo no soy el mismo, soy como un agujero cobarde. Un vil agujero cobarde.

miércoles, 3 de julio de 2013

Calcetines.















Entré al consultorio. La enfermera sólo preguntó mi nombre y lo escribió en una cinta. El trato era muy profesional, por poco y no me mira el rostro. Agarró un bote y la pegó. Yo, mientras tanto, contaba los segundos y anhelaba el fin de aquel episodio. Sudaba frío. Cuando la aguja entró sentí un alivio enorme. Miré a la enfermera y entre nerviosa y atontada tomé mis cosas y me fui. Los resultados tardarían media hora. El episodio aún no acababa por completo, faltaba la peor parte. ¿Y si daba positivo?¿Realmente estaba preparada para esto? Tenía mis dudas al respecto.

Mis calcetines eran de colores distintos. La prisa no me dejó elegir unos más adecuados. Los resultados se asomaron ante mí. Alargué mi brazo por la ventanilla y pagué el valor de la consulta. Al salir, caminé sin rumbo. No abriría el sobre hasta llegar a la esquina. Una vez allí, vería el resultado y tiraría el papel a la basura. De algo estaba segura, si un bebé crecía dentro mío, tendría que empezar a usar nuevos calcetines.

Cero.

Y ahí voy yo. Caminando más bien lento pensando en que podría estar tan mal. ¿No soy feliz? Mediana edad y no soy feliz. Perfecto. Aún no me he casado y dejé las citas. Sólo hay gente que quiere pasarla bien y yo deseo todo lo contrario. Busco alguien con quien pasarla mal. Sí, ése es mi objetivo. Alguien con quien discutir sobre qué tanta sal le faltó a la cena. O por qué tantos animales mueren para hacer esos abrigos costosos y para nada atractivos. O por qué el presidente no decide respetar a los campesinos y pagarles lo justo. No sé. Quiero a alguien para discutir. Para odiarla cada día más. Para aborrecer su aliento al despertar. Para maldecir por el desorden. Quiero a alguien para decir ¡Maldita sea, lárgate! Alguien para dar portazos y dar un discurso furioso. No lo sé. Tal vez mi idea de amor no convenza a nadie, pero es de las más sensatas. Quiero a alguien para pasarla de lo peor. Y desear no haberla conocido. Y querer asfixiarla mientras duerme...pero no sucede. Ellas sólo quieren mimos y caricias. Yo sólo dispongo de mis gritos, de mis mejores gritos.