miércoles, 16 de abril de 2014

Papá.




Es sorprendente, debo decir. Cuando mamá llamó no podía creerlo. Me invadió una sensación de vacío y me preguntaba el porqué del atentado. Era increíble. Las cosas suelen suceder tan de repente y, aunque sabes que siempre será así, te sigues sorprendiendo con cada evento. ¿Una bomba? ¿De veras murió de esa manera? Lo difícil de este tipo de noticia no es la noticia en sí misma. Es decir, lo difícil no es que él haya muerto. Todo el mundo muere, es normal. Lo difícil de este tipo de noticia es la forma en que se muere. ¡Por Dios, es una bomba! Yo esperaría que él hubiese muerto de otra manera, no sé. Viejo, dormido, sentado en el sofá rojo. Pero una bomba es algo cruel, repentino. Además, ¿en un tren? Una bomba en el tren. Te levantas en la mañana, te duchas, bebes café, sales y tomas el tren. Así no más. Se cierran las puertas del vagón, piensas en que vas algo tarde y ¡pum!: Señores, una bomba en el tren, disculpen las molestias. Es sólo una bomba en el tren.
Jamás establecí una relación demasiado estrecha con él, sin embargo, es difícil de asimilar. ¿Cómo podría tomarlo? Es decir, no lo amé como se ama a un padre pero llegué a tomarle cierto afecto. ¿Cómo no lo haría? Vamos, viví con él. No siempre, pero compartimos un buen tiempo. Tiempo a solas, padre e hija (aunque no pareciera aquello). Recuerdo ciertas cosas en Madrid. Ciertos olores a vino, a pan, a veces a lluvia y a veces, a comida rápida. Recuerdo cuando caminábamos y yo, asombrada, veía aquellos balcones. Él nunca me tomó de la mano. Había cierta regla invisible que se lo impedía, cierto miedo implícito. Durante los dos años en que vivimos juntos, no nos acercamos demasiado. Creo que él tenía miedo de acercarse mí. Bueno, digo, fui su primera hija cuando él apenas podía pensar en su futuro. Viajó a Vancouver para un reportaje, conoció a esta muchacha guapa y pues bueno, nací yo. ¿Qué podía esperar de él? Nunca hubo abrazos más que en cumpleaños y fueron realmente incómodos. Nunca hubo una charla seria sobre por qué no funcionaron las cosas con mamá y nunca hubo llamadas telefónicas más que para indicarme cómo usar el horno y cómo escurrir la pasta. Fue así. Mi padre no estaba listo y mamá, aunque trataba, tampoco. Se pasaban la pelota el uno al otro y, cuando la tenían, no sabían que hacer con ella.
Mi padre fue un buen tipo, pero tuvo un desenlace bastante feo. Me gustaba su sonrisa y su forma tan minuciosa de afeitarse. Lo quise y supongo que él a mi también. Era un buen escritor, sobre todo de cuentos. Se ganaba la vida escribiendo: hacía columnas para algunas revistas, publicaba cuentos en suplementos culturales, daba talleres de escritura creativa, en fin. Había iniciado, hace poco, con su primera novela. Por lo que cuenta mamá, la dedicatoria era mía. Un amigo de mi padre había charlado hacía poco con ella y le contó todo. La novela trataría de los dos años en que vivimos juntos. Dos años, para él, bastante especiales (aunque nunca dio señales de ello). Hubiese sido agradable leerla, me hubiese aclarado ciertas dudas. Pero ni modo. Las cosas suceden porque deben suceder. Supongo que este silencio que me deja, es todo lo que debo saber. Todo lo que debo sentir. Lo demás, se lo llevan las hojas. Me queda la huella, la esencia. Él.

Destino.



Aquella mañana no se sentía particularmente bien. Por lo general, al iniciar cualquier día, sin excepción, sentía un ligero pellizco. Como una sutil─ no tan sutil ─advertencia, que le aseguraba su tortuoso aterrizaje a la realidad. ¡Cómo lo odiaba! Miró por la ventana y se encontró con una niebla espesa, no parecía un día adecuado para salir. En realidad, ningún día le parecía apropiado para salir. Respiró hondo y se entretuvo observando el techo. ¿Y si un día, tan sólo me quedo aquí? Nadie lo notaría. Sólo yo. Permanecería aquí, callado, sin hacer mucho. Mamá no lo notaría. Papá, por supuesto, tampoco: con el papeleo y los abogados y ¡Señor Thompson venga aquí, ahora mismo! Ah, y Cassie; ocupada con sus posters y con el chico “cero cerebro y mucho músculo” y con sus deseos de ser actriz y su déficit de atención. Nadie lo notaría.
Con frecuencia le sucedía esto, una oleada de pensamientos pesimistas fuera de control y una creciente ira con el mundo. Ganas de no salir de su cuarto y, sobre todo, de no tener que volver a subir en esa silla de nuevo. La escuela estaba particularmente mal. La división por “gremios” y entre otras cosas, por el supuesto “estatus social”. Los chicos populares con su desprecio hacia los demás chicos, las chicas populares con sus miradas retorcidas y caras llenas de polvillos, pompones perfumados y teléfonos celulares más inteligentes que ellas mismas. Y lo que enseñan. Un montón de información vertida en cubetas malolientes, esperando llenar alguno que otro vacío en cerebro. Guerras, posguerras, el emperador de China, el dictador de Cuba, geografía, la revolución industrial, el gentilicio de determinado país, Shakespeare para aprenderse de memoria y otras tantas cosas sin alma que intentan verternos por y para nuestro “futuro”. ¿Cuál futuro? ¿El cubículo que espera nuestra inhóspita presencia y los formularios que ansían ser llenados por nuestras manos faltas de carácter? ¿Ese futuro?
Volteó a ver el reloj, las siete menos un cuarto. Se hacía tarde y él, en lo personal, no le hallaba sentido a la importancia de llegar temprano. El día se prolongaría lo suficiente para hacerlo sentir un inválido, no era necesario empeorar las cosas. Además, para variar, el autobús no contaba con una entrada para personas como él. Tendría que pasar, de nuevo, la penosa situación de tener por lo menos a unos diez chicos que, exhortados por la maestra, le ayudarían a subir la pesada silla y su cuerpo trozado por eso que algunos llaman destino.