miércoles, 16 de abril de 2014

Destino.



Aquella mañana no se sentía particularmente bien. Por lo general, al iniciar cualquier día, sin excepción, sentía un ligero pellizco. Como una sutil─ no tan sutil ─advertencia, que le aseguraba su tortuoso aterrizaje a la realidad. ¡Cómo lo odiaba! Miró por la ventana y se encontró con una niebla espesa, no parecía un día adecuado para salir. En realidad, ningún día le parecía apropiado para salir. Respiró hondo y se entretuvo observando el techo. ¿Y si un día, tan sólo me quedo aquí? Nadie lo notaría. Sólo yo. Permanecería aquí, callado, sin hacer mucho. Mamá no lo notaría. Papá, por supuesto, tampoco: con el papeleo y los abogados y ¡Señor Thompson venga aquí, ahora mismo! Ah, y Cassie; ocupada con sus posters y con el chico “cero cerebro y mucho músculo” y con sus deseos de ser actriz y su déficit de atención. Nadie lo notaría.
Con frecuencia le sucedía esto, una oleada de pensamientos pesimistas fuera de control y una creciente ira con el mundo. Ganas de no salir de su cuarto y, sobre todo, de no tener que volver a subir en esa silla de nuevo. La escuela estaba particularmente mal. La división por “gremios” y entre otras cosas, por el supuesto “estatus social”. Los chicos populares con su desprecio hacia los demás chicos, las chicas populares con sus miradas retorcidas y caras llenas de polvillos, pompones perfumados y teléfonos celulares más inteligentes que ellas mismas. Y lo que enseñan. Un montón de información vertida en cubetas malolientes, esperando llenar alguno que otro vacío en cerebro. Guerras, posguerras, el emperador de China, el dictador de Cuba, geografía, la revolución industrial, el gentilicio de determinado país, Shakespeare para aprenderse de memoria y otras tantas cosas sin alma que intentan verternos por y para nuestro “futuro”. ¿Cuál futuro? ¿El cubículo que espera nuestra inhóspita presencia y los formularios que ansían ser llenados por nuestras manos faltas de carácter? ¿Ese futuro?
Volteó a ver el reloj, las siete menos un cuarto. Se hacía tarde y él, en lo personal, no le hallaba sentido a la importancia de llegar temprano. El día se prolongaría lo suficiente para hacerlo sentir un inválido, no era necesario empeorar las cosas. Además, para variar, el autobús no contaba con una entrada para personas como él. Tendría que pasar, de nuevo, la penosa situación de tener por lo menos a unos diez chicos que, exhortados por la maestra, le ayudarían a subir la pesada silla y su cuerpo trozado por eso que algunos llaman destino.

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