lunes, 30 de septiembre de 2013

Invierno.




Te extraño. El verano pasado no hubo siquiera un día en que no estuviésemos juntos. Ahora no estás. Ya es invierno y no hay rastros de ti. Sólo cae la nieve y mi habitación se va enfriando. La última vez que te vi fue en el funeral. Algo triste, por cierto. Lamento mucho no haberte abrazado. No sabes cuánto quise hacerlo. Es sólo que me invadía el pensamiento de que no fuese apropiado. Ya sabes, no sabría qué decir. En mi familia nunca nadie ha muerto y es algo incómodo. No sé qué pasó contigo después de eso. Intenté llamarte varias veces pero el teléfono parecía muerto. Comprendo que no quieras hablar con nadie, después de algo así no se está de muy buen humor. También comprendo que hayas faltado a la escuela unas cuantas semanas. Lo que no comprendo es por qué no volví a verte. Vivías a dos calles y siempre te veía venir. Podía verte doblando la calle o paseando a tu perro. Cuando subías al autobús o cuando pintabas en el jardín. No volví a verte. Ni en la escuela. Ni en el vecindario. Ni en ningún lugar. Me temo que te desvaneciste. No he ido a ver tu casa. La verdad es que me da algo de miedo. No sabría que hacer si descubro que nuevas personas viven allí. Que otra chica ocupa tu cuarto y que los girasoles que plantamos están ya marchitos. Te extraño y parece que no te importa. Pudiste haber enviado una postal. Algo. No sé si lo recuerdas pero yo solía ser tu amigo. Hubiese sido bueno saber que te ibas. Estaría preparado para eso. Pero no dijiste nada. Te fuiste y no sé a donde. Me dejaste con esas ganas de abrazarte. De decirte que todo estaría bien. Que yo cuidaría de ti como hacía tu padre... Total. Escribo esto sabiendo que no llegará a ti. No tengo tu nueva dirección. No sé si sigues en el país. Todo es una gran pregunta. La nieve cae... Sólo espero que estés bien.

martes, 24 de septiembre de 2013

Casualidad.






Lo encontré junto a la carretera en una cajita. Abandonado. Lo vi con una expresión de ternura. Su ocico rozaba el cartón y su naricilla olfateaba insistentemente. Me agaché y alargué mi mano. Enseguida la lamió y su carita me acariciaba con empatía. No me dejaría convencer tan fácil. Seguí caminando y a unos pocos metros, empezó la llovizna. Me detuve. Pensé en aquel perrito y el frío que tendría que soportar. Me lo imaginé mojado. Con su carita empapada. Bien es cierto que un perrito tiene un pelaje y su temperatura es más alta, pero a tan corta edad me parecía algo cruel. Así que regresé. Me quite el abrigo y lo envolví en él. Lo llevé a casa con la seguridad de que mamá se pondría histérica. Yo sólo le diría -Por una noche, nada más- y trataría de evitar cualquier conversación. Las gotas empezaban a caer más grandes y de manera más rápida. Tuve que resguardarme en un café de esquina hasta que se detuvieran. Me senté. Estaba totalmente mojada. Desenvolví el abrigo y allí estaba esa criatura. Me miraba de una manera especial. Nunca pensé que un perro pudiese mirar así. Sentí una ternura inexplicable y por poco lo aplasto de abrazarlo tan fuerte. Paró de llover. Cuando iba a salir del café, un sujeto me detuvo. Dijo -¿Y cómo le vas a poner?- yo traté de decirle que no iba quedármelo, pero en cambio balbucié -Jack, se llamará Jack- y el sujeto sonrió alejándose. Salí. Me preguntaba a mí misma, ¿Jack, de dónde Jack? No estarás pensando en conservarlo, ¿o si? Llegué a casa. Mamá preguntó por la escuela y el niño nuevo. Le respondí con voz temblorosa. Sirvió la cena y al parecer no notó nada. Temí que se diera cuenta por sí misma y lanzara un grito insoportable, entonces le conté. -Mamá, sólo será por hoy. Lo juro- Me miró con un gesto que para nada correspondía con la situación y sonrió. -Está bien si te lo quieres quedar, Sara. Es hermoso- Yo decía ¡QUEEEE! mentalmente. Lo dejé en el cobertizo tal como indicó mamá y le acerqué una taza con agua. Mientras cenaba me debatía entre conservarlo o no. Nunca tuve una mascota. Y a decir verdad, me simpatizaban un poco más los gatos. -¿Crees en las casualidades, Sara? Pienso que ésta es una- -Pero...mamá, no lo sé. Nunca he tenido una mascota. Qué tal si no soy buena en eso...- -Debes descubrirlo, cariño.
En fin, Jack se quedó con nosotros y desde entonces fue Jack. Cada que llegaba de la escuela, salía a correr tras de mí. Yo lo aseaba. Lo bañaba. Le acercaba la comida. El agua. Era casi como ser mamá. A veces ibamos al bosque juntos y nos sentábamos junto al lago. Era hermoso. Luego cayó enfermo y casi no se movía. Yo lloraba todas las noches y pensaba que iba a morir. Lo llevé al veterinario y poco a poco fue mejorando. Ya podía correr. Jugar. De hecho, se sentía muy bien. Luego yo caí enferma y él siempre estuvo ahí. Mamá también estuvo conmigo. Hasta faltó al trabajo durante semanas para quedarse en casa y darme las medicinas. Mejoré. Y cuando pude salir de nuevo, fue Jack quién me recibió. Y volvimos al lago y él atrapó el frisbee. En verdad lo extrañaba. Y ahora te pregunto, ¿crees en la casualidad?

lunes, 23 de septiembre de 2013

Piano.




Cuando tenía trece aprendí a tocar piano. Mis manos se hundían mágicamente y el sonido, parecía detener el tiempo. Eso en verdad me gustaba. Sentir la eternidad en una partitura era algo de admirar. Dedicaba horas a ello e incluso, me desvelaba tocando. Un día en la escuela conocí un chico que también tocaba el piano. Hablamos durante un rato y luego nos vimos las manos. Sentados en una banquita, mirándonos las manos. Eran largas. Blancas. Delgadas. Casi idénticas. Al descubrirlo, las guardamos en seguida. Yo en los bolsillos y él, en su mochila. Descubrir que tus manos son idénticas a las de alguien, es raro. Nos despedimos con algo de timidez y no volvimos a vernos. A veces pienso que se cambió de escuela o que ese mismo día le sucedió algo extraño. Yo no volví a ser la misma después de eso. No sé. Cada que intento tocar el piano, me siento ajena. Siento que esas manos no son las mías. Que voy a tocar como él y no como yo. Y no es que él tocara mal, bueno, digo...pienso que no tocaba mal. Es sólo que siento que no voy a ser yo misma. Que las notas van a ir a otro ritmo. En otro tono. En un tempo distinto. Desde ese día no he vuelto a tocar el piano. Me gustaría encontrarme de nuevo al chico, a ver si vuelve la magia. Parece que la música huyó con él. Y el piano está envejeciendo sin sonar otra vez...

Beso.







III

Pasó un buen tiempo. La ira y el encierro hicieron estragos en mí. Tuve que visitar de nuevo al doctor. Entre sus recomendaciones, muy obvias de hecho, estaba "salir". Apartarme, decía él, no mejoraría nada. No sé cura alguien si se exilia y evita el contacto, aseguraba. Yo no me terminaba de tragar sus palabras, pero volver a salir no parecía tan mala idea. Después de todo ya empezaba a aburrirme. 
Cuando por fin me decidí a salir, conocí a alguien. Alguien bueno. Agradable. Fui por algo de beber en la noche. Me senté y él se sentó junto a mí. Me miró con ternura. Una ternura inexplicable. ¿Cómo alguien puede mirar así a un desconocido? Me dijo su nombre y apretó mi mano. Le dije, soy Miranda y él sonrió. Pagó mi trago y pidió uno más. Hablamos largo rato y pidió verme de nuevo. No lo podía creer. Le dije que tal vez y fui a casa extrañada. Quizá feliz.
Volvimos a vernos. Comimos en un buen restaurante y claro, ésta vez la comida me supo bien. Llegué a tomarle confianza en tan poco tiempo, que decidí hablarle del cáncer. Se mostró compasivo y consternado pero por eso, no me trató diferente. Salimos cada vez más a menudo y luego sucedió. Me besó. Nos besamos. Sonrió y sentí ese gesto tan real. Tan sincero. Después de todo, el mundo no era tan frívolo como creí. Un día se acercó a mí. Me miro fijo y sus ojos se mostraban algo diferentes. Pensé que todo iba a terminar. Que me daría un abrazo y simplemente se iría. Total, no soy lo suficientemente mujer para él. No podría darle algo bueno en ningún sentido. Se siguió acercando y tomó mi mano. Me descubrió el pecho y me besó la cicatriz. No creí que alguien pudiese hacerlo. Me sentí avergonzada. Él sólo me acarició. Cuando abrí los ojos, allí estaba. La mañana empezaba a alzarse y yo, del otro lado de la cama, sonreí.