domingo, 13 de octubre de 2013

Eternidad.




Recuerdo los domingos en la tienda del abuelo. Los largos y eternos domingos que, entre damas chinas y té, pasábamos juntos. La lluvia se estrellaba contra los cristales y el tic tac de los relojes marcaba cada turno. Movíamos las piezas. Nos mirábamos fijo y soltábamos carcajadas. De vez en cuando entraba un cliente. Con un reloj de bolsillo o un aparatoso reloj de pared. Mi abuelo se ponía sus anteojos y lo examinaba con cuidado. Se quedaba un rato pensando y daba una posible fecha para la entrega. Luego, agarraba el reloj y lo ponía en la gran mesa. Hacía un recibo, daba la mano y volvía a su lugar. Terminábamos la partida y el té. Caminábamos hacia el taller y él se ponía a trabajar. Yo, curioso, alcanzaba un taburete y me asomaba ante la mesa. El abuelo haciendo gestos quitaba una a una las piezas del reloj. ¿Todo aquello tiene un reloj? le preguntaba asombrado. Te sorprenderías de ver todo lo que hay dentro tuyo. Reía. Muy fuerte, por cierto.
Había que ser muy cuidadoso al arreglar uno. Habían partes diminutas que se perdían con facilidad. El abuelo las ponía en una caja diferente. Según el tamaño, la función y qué tan adentro del mecanismo debían estar. A menudo pasaban horas sin que hallara el problema. Muchas veces el mecanismo parecía "sano" y el error pasaba desapercibido. Bastaba con un silencio largo y ponerse las manos (casi siempre) sobre la cabeza, para encontrar la falla. Entonces sus ojos brillaban y el cristal de los anteojos se hacía más transparente. Buscaba en su overol la herramienta indicada y de nuevo comenzaba el proceso. Armar. Desarmar. Ajustar. Limpiar. Cuando ya estaba listo, se llevaba a otra gran mesa. Allí estaban todos los pedidos ya realizados. Los "no averiados" como decía él. Entonces, era hora de cerrar. Poníamos todo en su sitio. Cerrábamos todas las cajas. Repasábamos los detalles, agarrábamos los abrigos y cerrábamos el lugar. De camino a casa, yo caminaba despacio. Incluso cuando llovía. Pensaba que así, tal vez, el tiempo se haría más largo. Y el abuelo, quizá, se quedaría por siempre conmigo. Total, la eternidad no se hace amiga de nadie. Ni siquiera de un buen relojero...