lunes, 9 de diciembre de 2013

Decepción.



Las cosas no salieron tan bien. Al menos no tan bien como imaginé. Siempre sucede. Mis expectativas superan la estratosfera y los hechos, lo que en verdad pasa, no es la gran cosa. Creo que padezco una enfermedad aún no reconocida. Decepción crónica, diría yo. Sí, eso me pasa. Y lo supe sin ser doctor. Lo supe de tanto sentirlo. Como aquella vez que imaginé la cena romántica, el beso agradable y la charla coherente y resultó siendo sólo una charla mediocre, sin romanticismo y toneladas de helado chorreando sobre mis manos. Sí, a veces no sé que me sucede. Tal vez espero demasiado de todas las personas, objetos y situaciones. Tal vez no doy lo suficiente de mi mismo para que mis expectativas se cumplan. O tal vez es sólo una conspiración. De las tres, prefiero la última. Todo es una conspiración. Seguramente Dios sabe que soy un genio y para explotar toda mi capacidad, debe ponerme al límite de la insatisfacción. Los que están satisfechos no producen nada bueno, dijo alguna vez la maestra. Prefiero tomar esta frase y olvidar que soy yo el problema. Es Dios. Dios y su manía de ponerle un destino a todos. Dios y su costumbre de hacer genios a los niños solitarios, los de sueños agigantados y pocas posibilidades.  Buda también tiene algo de culpa. Aquí nadie se salva. Todas las deidades son responsables. Responsables de que yo no obtenga el premio nobel. De que aún no pueda volar en parapente. De que aún no conozca Berlín, ni Tokio, ni Valladolid. Responsables de que aún no haya escrito mi novela. Ni haya tenido ese amor inolvidable. Ni haya experimentado con heroína. Que no haya participado en tríos, orgías; ni haya probado un buen cigarro. Responsables de la decepción: todas las deidades son responsables. ¿Pero para qué recordarles su crímen? Ellos nunca tendrán un juicio decente. No existe ley por encima de la ley. Y mientras yo escribo otro patético e insatisfactorio episodio, Dios sólo quiere seguir con el juego...

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