jueves, 18 de julio de 2013

Fugaz.





















Bastaron tres segundos. Ni uno más ni uno menos. Salí de su apartamento. Enfurecida. Llena de una ira inexplicable y hasta ridícula. Llena de algo que comúnmente llaman "decepción". Llena y vacía al mismo tiempo. ¡Vaya dilema! ¿Qué hacer con todo esto? ¿Con el nudo en la garganta? ¿Con los textos en el móvil? Por ahora, huir. Luego sentirme mal y quizá volver. No, eso no. Volver no. Sería estúpido volver. Sé lo que debo saber por ahora. Sé lo que no debo hacer.
Tomo un taxi y voy a casa. Me limpio las lágrimas por si al taxista se le ocurre preguntar algo. Subo las escalerillas y trato de ocultar mi rostro. Nadie tiene por qué saberlo. Nadie tiene por qué notarlo. La decepción es para uno. La decepción debe ser transparente. Cierro de un portazo y voy directo a la habitación. Me escurro en la cama. Lloro. Las lágrimas caen violentamente. Me entran ganas de vomitar. Me entran ganas de romper cuadros. Los rompo. Me siento mal. Los sigo rompiendo. Me siento peor.
Y de repente lo veo. Lo fugaz que puede ser todo. Lo indurable. Lo perecedero. Los aplausos. El invierno. La cama. Los besos. Todo se va deshaciendo. Todo va alzando vuelo. 

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