sábado, 13 de julio de 2013

Sin remitente.















Forcejeé la puerta. Tras abrirla, un montón de cartas apiladas se asomaron ante mi. Di unos pasos tímidos como acercándome a ellas. Con cautela. Sin prisa alguna. Si algo he aprendido de las cartas, es que son más bien irascibles. Sobre todo con los extraños. Resienten su llegada. No les gustan las visitas. Me acerqué a ellas con todo y abrigo y noté el espacio en blanco del remitente. Quise leerlas. Tal vez la curiosidad. El misterio. Tal vez el simple hecho de ser cartas. Pero enseguida ellas, percibiendo mis deseos, se cambiaron a un rincón de la habitación. Celosas, corrieron con sus puntitas de papel a un lugar más alejado y oscuro. Los sobres parecían más rígidos e inamovibles. Las pilas más altas e inalcanzables. Y fruncían sus ceños de papel como diciendo "vete". Entonces, obedecí. Cerré la puerta que tanto trabajo me había costado abrir. Di muchos pasos atrás y volví como si nada. Otra vez retrocediendo ante las cosas interesantes. Otra vez huyendo de la aventura.

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